FRAGMENTO DE WIECKIEWICZ, "Los Cementerios Viejos en la Provincia de Buenos Aires: El caso de Barracas al Sud", Monografía presentada en el Congreso de Historia de Avellaneda 2024
Considerando que el Cementerio
Viejo habría iniciado sus funciones en marzo de 1854, en el lugar que hoy ocupa
parte del Hospital Fiorito, hablaremos ahora de su organización:
Parece ser que nuestro primer
enterratorio funcionó por más de una década sin reglamentación alguna, con
sepulturas y monumentos diseminados en absoluto desorden, lo cual contradecía
los preceptos higienistas y la idea de favorecer a la circulación de los
deudos. Por eso a mediados de la década del ’60 se hizo imperioso tomar cartas
en el asunto.
Para ello, el Juez de Paz Enrique
O’ Gorman, le encargó en 1866 a Manuel Estevez y Caneda la redacción de una
ordenanza[1]
al respecto. Estevez (quien había sido la máxima autoridad municipal entre 1858
y 1859) asumió la responsabilidad, e inspirándose en reglamentos de cementerios
europeos, y la legislación que se había acumulado con respecto al Cementerio
del Norte (Recoleta)[2];
elaboró un proyecto que culminó el 6 de mayo de ese año.
Si una ordenanza viene a corregir
una situación existente tendríamos que suponer que en el Cementerio Viejo:
No existían calles principales y
secundarias; ni tampoco parámetros claros con respecto a la separación de las
fosas y su profundidad.
No estaba claramente estipulado
el carácter concesivo de las sepulturas
No había precisión sobre cómo
debían registrarse y nominalizarse los inhumados.
No había un capataz o
administrador que, en representación del municipio, mantenga cierto
ordenamiento.
Estos datos no deberían
sorprendernos, ya que, para la misma época, el Cementerio de la Recoleta era
descripto como un lugar “terrorífico”, desagradable y en total estado de
abandono.
Evidentemente la incorporación
del Cementerio, como espacio público, fue un proceso con más errores que
aciertos, en el cual existía una vaga premisa básica: La separación
vivos/muertos; sin prestar tanta atención a lo que ocurría puertas adentro.
Esta situación es la que tratará de
corregir la ordenanza de Estévez, que plantea la necesidad de una remodelación
del espacio en base a un plano que dividiría al cementerio de la siguiente
manera (Artículos 1 al 6):
12 secciones de 7 tablones con 30
sepulturas cada una; y 4 secciones centrales de 6 tablones con 26 sepulturas
cada una.
Cada sepultura tendría una vara
de ancho por tres de fondo.
Los tablones estarían separados
por calles para permitir la circulación.
Dos calles principales de cinco varas cada una dividirían al cementerio en cuatro cuartos iguales, dejando un espacio libre en su cruce.
Plano del Cementerio de Barracas al Sud (Circa 1865). Fuente: TORASSA, Antonio; “El Partido de Avellaneda 1580- 1890”, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires
La mensura del espacio era
fundamental para asegurar la yuxtaposición de las sepulturas, así como su fácil
ubicación con el objetivo de determinar el tiempo de la inhumación. Asimismo,
las calles principales y secundarias asegurarían la circulación de aire y la
posibilidad de que los deudos efectúen sus visitas sin mayores contratiempos.
Si bien en junio de 1865 el
Cementerio había sido ampliado y cercado, su superficie ya se avizoraba
insuficiente, por lo cual en la ordenanza se contempla la construcción de
nichos ubicados sobre el muro perimetral a cargo de la Municipalidad.
La ordenanza reconoce una
importante característica de los cementerios públicos: El carácter concesivo de
las sepulturas. El Municipio concede el espacio, no lo vende. Eso abría la puerta
a diferentes posibilidades (Artículos 6 al 10):
La primera era pagar una
concesión mínima por cinco años (en cuotas anuales), después de los cuales los
restos se exhumarían y se depositarían en un hipotético osario (que no aparece
en el plano del enterratorio, pero sí en la ordenanza)
La segunda era ir renovando la
concesión cada cinco años.
La tercera posibilidad era la
cesión “A perpetuidad”, que concedía el espacio por cuarenta años, pagando el
importe por ese lapso de tiempo, de una vez.
Podríamos añadir una cuarta
opción: la donación municipal de la concesión por el plazo mínimo a personas
pobres; o a perpetuidad a “notables” que así lo merezcan (Artículo 18).
Es importante añadir que las
concesiones de las sepulturas ubicadas sobre las calles principales eran más
caras que las que se ubicaban en las calles secundarias.
Las diferentes posibilidades (y
las diferencias de precios por la ubicación) preanuncian las profundas
divisiones sociales que se materializarán definitivamente en el actual Cementerio
de Avellaneda: Las familias más pudientes obtendrán la concesión de varias
sepulturas contiguas a perpetuidad (preferentemente sobre las calles
principales), logrando con eso, el espacio suficiente para construir bóvedas
destinadas a mantener unidos a sus miembros; mientras que las menos pudientes
deberán conformarse con el plazo mínimo o alguna renovación, antes del
inevitable osario.
La bóveda familiar a perpetuidad
implicaba una alteración del principio higienista de la yuxtaposición, dado que
los que ingresan a ellas van superponiéndose a los antiguos ocupantes. Para
evitar el abarrotamiento, los ataúdes se dispondrían en estantes y se
contemplaría la utilización del espacio subterráneo. En la ordenanza se
establece que estos ataúdes, que ya no entrarían en contacto con la tierra,
posean características especiales para evitar los efectos desagradables de la
descomposición (Artículo 13).
Probablemente, las tipologías
funerarias del Cementerio Viejo eran austeras, parecidas a las que aún se
mantienen en Recoleta de mediados del siglo XIX: Simples placas de mármol,
lápidas o monolitos, rodeados por rejas de hierro. Y eso en el mejor de los
casos: Para los más humildes tal vez la única opción era una cruz de madera.
Si bien pueden haber existido
otras, solo tenemos registro una bóveda: La que guardó los restos de Juan Tomás
Ortiz, aquel que donó el terreno del cementerio. La misma debió ser
relativamente importante, ya que abarcaba el espacio de doce sepulturas.
Volviendo a la ordenanza, tenemos
que decir que era muy firme con respecto a la nominalización de las sepulturas,
fundamental para controlar las concesiones: Toda sepultura sin nombre sería
llevada indefectiblemente al osario (Artículo 16).
La ordenanza también regulaba el
ingreso de los difuntos al cementerio, y se articulaba con la iglesia,
mostrando la transicionalidad de esta etapa: Toda entrada debía llegar con una
licencia expedida por el “Cura” (sic) de la Iglesia Nuestra Señora de la
Asunción, quien también debía registrar por triplicado el fallecimiento en el
“Libro de Muertos” parroquial, estipulando nombre, apellido, edad, domicilio,
día del fallecimiento, estado civil; y además, el nombre, apellido y edad de
los testigos. Esta última obligación había sido dictada por el Estado de Buenos
Aires en 1857 para todas las parroquias y municipios. Evidentemente Iglesia y
Estado todavía no eran asuntos separados (Artículo 11).
La reorganización del Cementerio
implicaba comenzar a exhumar los restos que habían sido depositados, sin ningún
orden, por más de diez años. Además, hacía necesario el traslado de los
monumentos funerarios a sus nuevas ubicaciones. Todo esto también acarreaba un
procedimiento burocrático que involucraba nuevamente al Señor Cura; único
autorizado a emitir las licencias correspondientes (Artículos 19 al 25).
Este procedimiento no era
gratuito, tal como lo evidencia la solicitud fechada el 10 de junio de 1867, a
cargo de Don Benjamín Ortiz; quien solicita al municipio ser eximido del pago
por el traslado de la bóveda y los restos de su difunto padre, Don Juan Tomás
Ortiz, en virtud de haber donado este, los terrenos que ocupa el cementerio.
Para hacer que todas estas
disposiciones se cumplan, la ordenanza contemplaba la creación del cargo de
“Capataz y Encargado del Aseo del Cementerio”; a quien evidentemente le
aguardaba una ardua tarea (Artículo 12).
La ordenanza de Estevez era
moderna pero ambiciosa. Suponiendo que su ejecución sería difícil, pidió al
Municipio la revisión del documento por una comisión especialmente formada para
ello. La comisión, con un optimismo a toda prueba, dio el visto bueno, por lo
que el 27 de mayo de 1866 quedó aprobada.
El 1 de julio de 1866 se
iniciaron las obras de reorganización del Cementerio Viejo, que como mínimo
tardarían tres años, teniendo en cuenta la exhumación de los enterrados más
recientes; y esto sin contar las posibles demoras constructivas, o los parates
que podían generarse por falta de fondos.
Para 1867 ya se estaban
realizando traslados (entre ellos el de la bóveda de Juan Tomás Ortiz) e
incluso se estaban plantando árboles, factor importante dentro de los
parámetros higienistas de la época para renovar el aire y sanearlo. Además, en
septiembre comienzan a levantarse los primeros nichos sobre el muro perimetral
a cargo del maestro albañil Antonio Lacorte.
[1] La ordenanza
completa se encuentra como apéndice documental en TORASSA, Op. Cit.
[2] El primer reglamento “orgánico” del Cementerio de la Recoleta es de
septiembre de 1868, es decir, anterior a la ordenanza de Estévez; quien sí se
inspiró en disposiciones parciales que habían sido emitidas por el Gobierno de
la Provincia de Buenos Aires desde el 1 de julio de 1822. Ver PRADO Y ROJAS,
Aurelio; “Leyes y Decretos promulgados en la Provincia de Buenos Aires desde
1810 hasta 1876”, Buenos Aires 1879; en www.archive.org
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