EN 2023 PUBLIQUE "CATALINA Y EL CEMENTERIO DE AVELLANEDA" RESULTADO DE MI INVESTIGACION SOBRE LA SEPULTURA MÁS ANTIGUA DE LA NECRÓPOLIS LOCAL. COMPARTO LA INTRODUCCIÓN
Como buen vecino del Partido de Avellaneda, algunos de los momentos más
tristes de mi vida han tenido al Cementerio Municipal como escenario principal.
Por eso, puedo comprender que la asociación que genera este lugar con el dolor
y la pérdida, lo vuelvan “indeseable” para la mayoría de las personas.
Este no es un fenómeno local: Desde hace varias décadas, los cementerios
públicos están en crisis: Un profundo cambio de paradigma ha generado rechazo
por el culto a los muertos, al menos en el sentido “tradicional” del término.
Por otro lado, la cremación, abre un abanico de posibilidades que permite prescindir
de un lugar específico. El resultado es claro: Los cementerios se utilizan
cada vez menos. Se visitan cada vez menos. Se necesitan cada vez
menos.
No es mi caso.
Si bien debí hacer usufructo del Cementerio de Avellaneda por cuestiones
“utilitarias” (lamentablemente), siempre lo consideré un lugar fascinante del
punto de vista estético e histórico. De muy chico, solo con observar las fotos
sepia de las sepulturas, experimentaba una sensación de profundo interés por
esas vidas que habían pasado, y sentía ganas de conocerlas una por una.
Creo que llegué a ese sentimiento de “fascinación”, por una mala
interpretación del culto a los difuntos, que heredé de mi familia materna: Lo
que para ellos era una “visita”, respetuosa y destinada a la memoria, para mí
era eso (no lo niego), pero también un “paseo” que siempre realicé con cierta
delectación.
Durante mi adolescencia, ese interés (además de la música), me llevó a
organizar con amigos “peregrinaciones” a la “tumba” de Luca Prodan. Íbamos a
fines de diciembre (aniversario de su fallecimiento) caminando desde Dock Sud
(a una distancia considerable), y después de algunos minutos frente a la piedra
traída desde la localidad de “El Nono” (que tenía una cabeza encima que
pretendía ser un busto del cantante), nos poníamos a deambular. Así entré en
contacto por primera vez con los Panteones más antiguos, en la calle principal.
La condición socioeconómica de mi familia me había vedado el acceso a la zona: “Mis muertos” suelen estar en las secciones de tierra, y los mayores que me acompañaban (en realidad, a los que yo acompañaba), se negaban rotundamente a mis pedidos de recorrer otros lugares que los estrictamente necesarios. Necesité cierta edad y la compañía de amistades “valientes” como para poder apreciar la estatua de Basavilbaso, el Panteón de la Sociedad Argentina de Socorros Mutuos o el Panteón de la Familia Debenedetti, solo por citar algunos ejemplos.
Al principio el Cementerio me parecía inmenso, pero con el paso de los años
y los recorridos se fue achicando. Paralelamente me dediqué a la enseñanza de
la Historia, e informalmente, a la investigación sobre diferentes necrópolis.
Si bien tuve un fuerte deslumbramiento por la Recoleta (llena de personajes
históricos) y en menor medida por Chacarita; periódicamente volvía a
Avellaneda, y a sus estrechos y abarrotados pasillos.
Quizás el hecho de que algunos de mis familiares más queridos estén allí,
haya sido el que me llevó a interesarme tanto por el lugar. O tal vez una
necesidad de visibilizar a los cementerios municipales, tan vilipendiados por
todos aquellos que solo ven en ellos desidia y abandono, o que los utilizan
políticamente para criticar a las autoridades de turno.
No es mi caso.
De manera azarosa, encontré varias personalidades significativas enterradas
en la necrópolis, relacionadas con la historia reciente, la política local, el
espectáculo y el fútbol. Además, traté de recopilar la información sobre el
cementerio que circulaba en redes o de manera escrita, a través de las pocas
personas que escribieron algo sobre el tema. Así conocí la obra de María
Cristina Echazarreta, por ejemplo, que me compartió sus investigaciones
parciales; y a Vanina Ragonese, quien realizaba visitas guiadas en el lugar y
me mostró que, antes que yo deambulara por el Cementerio, ya lo hacía la
Arquitecta María Cristina Lanza, anotando curiosidades y relevando sepulturas.
Fue en una monografía de la Arquitecta Elen Hendi y la Profesora Cristina
Codaro, sobre las necrópolis de Avellaneda[1], donde leí que la tumba más antigua del Cementerio era la de una tal Catalina Apat. Pero
tardé algún tiempo en comprobarlo empíricamente. De hecho, creo que pasé por la
sepultura varias veces antes de relacionarla con el apellido.
Cuando lo hice, comencé a reparar en sus características, que aprovecho a
detallar: Se encuentra en la sección 11, tablón séptimo, y abarca tres
sepulturas[2] (las 52, 53 y 54). Por su
ubicación, está rodeada de bóvedas mucho más llamativas (es la parte histórica
y más “chic” de la necrópolis). Presenta tres placas de mármol de 1 vara de
ancho (0,866 metros) dispuestas de manera horizontal al ras del suelo. La placa
central (que está partida en dos) está decorada con una cruz tallada de
elaboración bastante simple, y debajo una inscripción que versa lo siguiente:
“Aquí yacen los restos mortales
De Catalina Apat, que falleció
El 30 de julio de 1867
A la edad de 45 años”
Alrededor de las placas, existe un enrejado perimetral de hierro que tiene aproximadamente un metro de altura, con una puerta de acceso de un lado, y una cruz en su lado opuesto. Lo llamativo es que las placas están aproximadamente medio metro debajo del piso, lo cual hace que parezcan ubicadas en una fosa poco profunda.
Según la citada monografía (y como producto de un simple cálculo), la tumba
de Catalina era más antigua que el Cementerio mismo, que había sido inaugurado
en 1876, o sea 9 años después de la fecha que aparece en el epitafio. Se trataba,
entonces, del traslado de un enterratorio anterior. Además, su antigüedad en la
ubicación actual estaba más que confirmada, dado que fue quedando debajo del
nivel del suelo con las sucesivas obras de pavimentación.
Por mucho tiempo, lo que yo sabía y decía de la tumba de Catalina (a quien
quisiera escuchar), era lo que la monografía y la observación empírica me
habían permitido. Bastante poco, por cierto; pero suficiente para considerarla
un hito importante, que tuve en cuenta al elaborar un proyecto sobre la
historia y el patrimonio del Cementerio.
Ese proyecto se proponía (y aún se propone) investigar diferentes aspectos
relacionados con el cementerio actual y con sus anteriores ubicaciones, desde
una perspectiva multidisciplinaria, para compartirlos con la comunidad, y
favorecer su integración a partir del interés cultural y no del dolor de la
pérdida. La idea era potenciar, o visibilizar partes “olvidadas”,
principalmente de las secciones antiguas, dado que hay sectores relacionados
con la historia reciente, como el 134, sobre los que el municipio mantiene una
continua atención.
En el marco del proyecto, la tumba de Catalina marcaba el paso del
“Cementerio Viejo” al Cementerio actual, y a lo sumo, por su fisonomía, ameritaba
alguna mención a la austeridad tipológica de la época, en contraposición con
los grandes Panteones de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
Pero nada permitía saber quién había sido Catalina Apat, salvo que
había muerto el 30 de julio de 1867 a los 45 años.
El fantasma de Catalina ganó nitidez, cuando comencé a buscar datos en los
libros de muertos de la Parroquia Nuestra Señora de la Asunción, o sea la
Catedral de Avellaneda, que antes de la fundación del Registro Civil, se
ocupaba de asentar bautismos, matrimonios y defunciones. Mientras trataba de
encontrar en ellos alguna información sobre el Cementerio Viejo, encontré la
licencia de inhumación de Catalina, autorizada por el Párroco Sebastián Lozano.
Gracias a ella, realicé cuatro “descubrimientos”:
Su apelllido
verdadero era Dornaletche.
Era esposa de
Juan Apat.
Había nacido en
Francia.
Había muerto
“repentinamente”.
A partir de allí, comencé a bucear en otros libros, incluyendo los de
bautismos y matrimonios; con ellos, pude reconstruir algunos aspectos de la
vida de Catalina y su entorno. Como complemento, los registros censales de 1869
y 1895 me ayudaron en cuestiones como la ocupación y la instrucción de personas
ligadas a su familia.
Las diferentes maneras de escribir los apellidos (a veces por fonéticas
inverosímiles) dificultaron la búsqueda de datos, si los había. Durante semanas
quizás no aparecía nada interesante, pero un día, surgía algo que renovaba las
ganas de seguir buscando. Paralelamente, el notorio origen vasco francés del
apellido “Dornaletche”, despertó mi curiosidad por esta región y me permitió
relacionar ciertas actividades que eran recurrentes entre las personas que
vivieron con ella.
Una mañana, casualmente (o no) pude dar con registros franceses que
incluían no solo a Catalina, sino a sus padres, hermanos, su marido y la
familia de su marido. Gracias a ellos, me acerqué parcialmente a algo que me
parecía imposible: Su vida antes de llegar al país.
Con ese bagaje, Catalina dejó de ser una lápida para ser una biografía. Una
biografía nada extraordinaria, por cierto; pero quizás por ello; muy
ilustrativa del proceso por el cual se produjeron las migraciones
internacionales del siglo XIX. De hecho, su existencia parece guiada por
fuerzas históricas más que por voluntad individual; y su muerte, por una
misteriosa conspiración para mantener en la memoria, al menos un pequeño pedazo
del viejo cementerio.
Aún contaminada de autorreferencialidad (triste vicio de autor),
esta introducción pretende ser una especie de fundamentación del trabajo que
leerán a continuación. Lo guían dos objetivos de dudoso resultado, pero de
sincera y apasionada elaboración:
Por un lado, contar la vida de Catalina Dornaletche, una típica inmigrante
del siglo XIX; teniendo en cuenta el contexto histórico en el que nació, las
características de su lugar de origen y familia; y también las causas que la
llevaron a cruzar el Atlántico en busca de otras oportunidades. Todo esto sin
contar las circunstancias que rodearon su muerte y la vida posterior de sus
allegados.
Por el otro, narrar la historia de los lugares de enterramiento que
existieron en el actual Partido de Avellaneda; teniendo en cuenta que la vida
de Catalina transita diferentes etapas en lo que atañe a las costumbres
funerarias: La de inhumar a los difuntos en las Iglesias, y luego en
Cementerios Públicos que, en general; vivieron traumáticos cambios de
emplazamiento antes de encontrar su definitiva ubicación.
En resumidas cuentas, lo que intentaremos mostrar es cómo se unen una
persona con el cementerio que va a contener sus restos para la posteridad, sin
omitir la curiosidad que genera el hecho que estos restos hayan llegado, hasta
el día de hoy, en su sepultura original.
Para finalizar, espero que este contenido genere la aparición de otros
mejor pensados y escritos que puedan reflejar la enorme riqueza patrimonial e
histórica que encierra nuestra necrópolis, teniendo en cuenta que cada tumba
puede albergar una o varias historias, como alguna vez escribió Sarmiento
(quien también le dedicó un libro a un muerto, pero con otros fines):
[1] Se alude a la monografía
de la Arquitecta Elen Hendi y la Profesora Cristina Codaro “Historia y
Patrimonio en las necrópolis de Avellaneda, publicada en AAVV, “Patrimonio
Cultural en Cementerios y Rituales de la Muerte”, Secretaría de Cultura
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2005.
[2] Se llama
“Sepultura” a la unidad mínima de división parcelaria dentro del Cementerio, su
ancho es de una vara (0,86 mts), lo que aproximadamente sería el paso de un
hombre adulto.
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