jueves, 17 de octubre de 2024

CATALINA Y EL CEMENTERIO DE AVELLANEDA

 

EN 2023 PUBLIQUE "CATALINA Y EL CEMENTERIO DE AVELLANEDA" RESULTADO DE MI INVESTIGACION SOBRE LA SEPULTURA MÁS ANTIGUA DE LA NECRÓPOLIS LOCAL. COMPARTO LA INTRODUCCIÓN

Como buen vecino del Partido de Avellaneda, algunos de los momentos más tristes de mi vida han tenido al Cementerio Municipal como escenario principal. Por eso, puedo comprender que la asociación que genera este lugar con el dolor y la pérdida, lo vuelvan “indeseable” para la mayoría de las personas.

Este no es un fenómeno local: Desde hace varias décadas, los cementerios públicos están en crisis: Un profundo cambio de paradigma ha generado rechazo por el culto a los muertos, al menos en el sentido “tradicional” del término. Por otro lado, la cremación, abre un abanico de posibilidades que permite prescindir de un lugar específico. El resultado es claro: Los cementerios se utilizan cada vez menos. Se visitan cada vez menos. Se necesitan cada vez menos.

No es mi caso.

Si bien debí hacer usufructo del Cementerio de Avellaneda por cuestiones “utilitarias” (lamentablemente), siempre lo consideré un lugar fascinante del punto de vista estético e histórico. De muy chico, solo con observar las fotos sepia de las sepulturas, experimentaba una sensación de profundo interés por esas vidas que habían pasado, y sentía ganas de conocerlas una por una.

Creo que llegué a ese sentimiento de “fascinación”, por una mala interpretación del culto a los difuntos, que heredé de mi familia materna: Lo que para ellos era una “visita”, respetuosa y destinada a la memoria, para mí era eso (no lo niego), pero también un “paseo” que siempre realicé con cierta delectación.

Durante mi adolescencia, ese interés (además de la música), me llevó a organizar con amigos “peregrinaciones” a la “tumba” de Luca Prodan. Íbamos a fines de diciembre (aniversario de su fallecimiento) caminando desde Dock Sud (a una distancia considerable), y después de algunos minutos frente a la piedra traída desde la localidad de “El Nono” (que tenía una cabeza encima que pretendía ser un busto del cantante), nos poníamos a deambular. Así entré en contacto por primera vez con los Panteones más antiguos, en la calle principal.

La condición socioeconómica de mi familia me había vedado el acceso a la zona: “Mis muertos” suelen estar en las secciones de tierra, y los mayores que me acompañaban (en realidad, a los que yo acompañaba), se negaban rotundamente a mis pedidos de recorrer otros lugares que los estrictamente necesarios. Necesité cierta edad y la compañía de amistades “valientes” como para poder apreciar la estatua de Basavilbaso, el Panteón de la Sociedad Argentina de Socorros Mutuos o el Panteón de la Familia Debenedetti, solo por citar algunos ejemplos.

Al principio el Cementerio me parecía inmenso, pero con el paso de los años y los recorridos se fue achicando. Paralelamente me dediqué a la enseñanza de la Historia, e informalmente, a la investigación sobre diferentes necrópolis. Si bien tuve un fuerte deslumbramiento por la Recoleta (llena de personajes históricos) y en menor medida por Chacarita; periódicamente volvía a Avellaneda, y a sus estrechos y abarrotados pasillos.

Quizás el hecho de que algunos de mis familiares más queridos estén allí, haya sido el que me llevó a interesarme tanto por el lugar. O tal vez una necesidad de visibilizar a los cementerios municipales, tan vilipendiados por todos aquellos que solo ven en ellos desidia y abandono, o que los utilizan políticamente para criticar a las autoridades de turno.

No es mi caso.

De manera azarosa, encontré varias personalidades significativas enterradas en la necrópolis, relacionadas con la historia reciente, la política local, el espectáculo y el fútbol. Además, traté de recopilar la información sobre el cementerio que circulaba en redes o de manera escrita, a través de las pocas personas que escribieron algo sobre el tema. Así conocí la obra de María Cristina Echazarreta, por ejemplo, que me compartió sus investigaciones parciales; y a Vanina Ragonese, quien realizaba visitas guiadas en el lugar y me mostró que, antes que yo deambulara por el Cementerio, ya lo hacía la Arquitecta María Cristina Lanza, anotando curiosidades y relevando sepulturas.

Fue en una monografía de la Arquitecta Elen Hendi y la Profesora Cristina Codaro, sobre las necrópolis de Avellaneda[1], donde leí que la tumba más antigua del Cementerio era la de una tal Catalina Apat. Pero tardé algún tiempo en comprobarlo empíricamente. De hecho, creo que pasé por la sepultura varias veces antes de relacionarla con el apellido.

Cuando lo hice, comencé a reparar en sus características, que aprovecho a detallar: Se encuentra en la sección 11, tablón séptimo, y abarca tres sepulturas[2] (las 52, 53 y 54). Por su ubicación, está rodeada de bóvedas mucho más llamativas (es la parte histórica y más “chic” de la necrópolis). Presenta tres placas de mármol de 1 vara de ancho (0,866 metros) dispuestas de manera horizontal al ras del suelo. La placa central (que está partida en dos) está decorada con una cruz tallada de elaboración bastante simple, y debajo una inscripción que versa lo siguiente:

 

“Aquí yacen los restos mortales

De Catalina Apat, que falleció

El 30 de julio de 1867

A la edad de 45 años”

 

Alrededor de las placas, existe un enrejado perimetral de hierro que tiene aproximadamente un metro de altura, con una puerta de acceso de un lado, y una cruz en su lado opuesto. Lo llamativo es que las placas están aproximadamente medio metro debajo del piso, lo cual hace que parezcan ubicadas en una fosa poco profunda.

Según la citada monografía (y como producto de un simple cálculo), la tumba de Catalina era más antigua que el Cementerio mismo, que había sido inaugurado en 1876, o sea 9 años después de la fecha que aparece en el epitafio. Se trataba, entonces, del traslado de un enterratorio anterior. Además, su antigüedad en la ubicación actual estaba más que confirmada, dado que fue quedando debajo del nivel del suelo con las sucesivas obras de pavimentación.

Por mucho tiempo, lo que yo sabía y decía de la tumba de Catalina (a quien quisiera escuchar), era lo que la monografía y la observación empírica me habían permitido. Bastante poco, por cierto; pero suficiente para considerarla un hito importante, que tuve en cuenta al elaborar un proyecto sobre la historia y el patrimonio del Cementerio.

Ese proyecto se proponía (y aún se propone) investigar diferentes aspectos relacionados con el cementerio actual y con sus anteriores ubicaciones, desde una perspectiva multidisciplinaria, para compartirlos con la comunidad, y favorecer su integración a partir del interés cultural y no del dolor de la pérdida. La idea era potenciar, o visibilizar partes “olvidadas”, principalmente de las secciones antiguas, dado que hay sectores relacionados con la historia reciente, como el 134, sobre los que el municipio mantiene una continua atención.

En el marco del proyecto, la tumba de Catalina marcaba el paso del “Cementerio Viejo” al Cementerio actual, y a lo sumo, por su fisonomía, ameritaba alguna mención a la austeridad tipológica de la época, en contraposición con los grandes Panteones de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

Pero nada permitía saber quién había sido Catalina Apat, salvo que había muerto el 30 de julio de 1867 a los 45 años.

El fantasma de Catalina ganó nitidez, cuando comencé a buscar datos en los libros de muertos de la Parroquia Nuestra Señora de la Asunción, o sea la Catedral de Avellaneda, que antes de la fundación del Registro Civil, se ocupaba de asentar bautismos, matrimonios y defunciones. Mientras trataba de encontrar en ellos alguna información sobre el Cementerio Viejo, encontré la licencia de inhumación de Catalina, autorizada por el Párroco Sebastián Lozano. Gracias a ella, realicé cuatro “descubrimientos”:

 

Su apelllido verdadero era Dornaletche.

Era esposa de Juan Apat.

Había nacido en Francia.

Había muerto “repentinamente”.

 

A partir de allí, comencé a bucear en otros libros, incluyendo los de bautismos y matrimonios; con ellos, pude reconstruir algunos aspectos de la vida de Catalina y su entorno. Como complemento, los registros censales de 1869 y 1895 me ayudaron en cuestiones como la ocupación y la instrucción de personas ligadas a su familia.

Las diferentes maneras de escribir los apellidos (a veces por fonéticas inverosímiles) dificultaron la búsqueda de datos, si los había. Durante semanas quizás no aparecía nada interesante, pero un día, surgía algo que renovaba las ganas de seguir buscando. Paralelamente, el notorio origen vasco francés del apellido “Dornaletche”, despertó mi curiosidad por esta región y me permitió relacionar ciertas actividades que eran recurrentes entre las personas que vivieron con ella.

Una mañana, casualmente (o no) pude dar con registros franceses que incluían no solo a Catalina, sino a sus padres, hermanos, su marido y la familia de su marido. Gracias a ellos, me acerqué parcialmente a algo que me parecía imposible: Su vida antes de llegar al país.

Con ese bagaje, Catalina dejó de ser una lápida para ser una biografía. Una biografía nada extraordinaria, por cierto; pero quizás por ello; muy ilustrativa del proceso por el cual se produjeron las migraciones internacionales del siglo XIX. De hecho, su existencia parece guiada por fuerzas históricas más que por voluntad individual; y su muerte, por una misteriosa conspiración para mantener en la memoria, al menos un pequeño pedazo del viejo cementerio.

Aún contaminada de autorreferencialidad (triste vicio de autor), esta introducción pretende ser una especie de fundamentación del trabajo que leerán a continuación. Lo guían dos objetivos de dudoso resultado, pero de sincera y apasionada elaboración:

Por un lado, contar la vida de Catalina Dornaletche, una típica inmigrante del siglo XIX; teniendo en cuenta el contexto histórico en el que nació, las características de su lugar de origen y familia; y también las causas que la llevaron a cruzar el Atlántico en busca de otras oportunidades. Todo esto sin contar las circunstancias que rodearon su muerte y la vida posterior de sus allegados.

Por el otro, narrar la historia de los lugares de enterramiento que existieron en el actual Partido de Avellaneda; teniendo en cuenta que la vida de Catalina transita diferentes etapas en lo que atañe a las costumbres funerarias: La de inhumar a los difuntos en las Iglesias, y luego en Cementerios Públicos que, en general; vivieron traumáticos cambios de emplazamiento antes de encontrar su definitiva ubicación.

En resumidas cuentas, lo que intentaremos mostrar es cómo se unen una persona con el cementerio que va a contener sus restos para la posteridad, sin omitir la curiosidad que genera el hecho que estos restos hayan llegado, hasta el día de hoy, en su sepultura original.

Para finalizar, espero que este contenido genere la aparición de otros mejor pensados y escritos que puedan reflejar la enorme riqueza patrimonial e histórica que encierra nuestra necrópolis, teniendo en cuenta que cada tumba puede albergar una o varias historias, como alguna vez escribió Sarmiento (quien también le dedicó un libro a un muerto, pero con otros fines):

 

“Cada existencia es un drama, y no habría novela tan tierna ni tragedia tan pavorosa como la que encierra bajo sus tapas de mármol cada uno de esos sepulcros. Cada uno de los que lo visitan sigue en ellos el hilo de su propia vida


[1] Se alude a la monografía de la Arquitecta Elen Hendi y la Profesora Cristina Codaro “Historia y Patrimonio en las necrópolis de Avellaneda, publicada en AAVV, “Patrimonio Cultural en Cementerios y Rituales de la Muerte”, Secretaría de Cultura Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2005.

[2] Se llama “Sepultura” a la unidad mínima de división parcelaria dentro del Cementerio, su ancho es de una vara (0,86 mts), lo que aproximadamente sería el paso de un hombre adulto.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

1965 LA CAPILLA QUE NO FUE...

En septiembre de 1965 se elaboró un proyecto para mudar la Capilla, ubicada a la izquierda del pórtico de acceso peatonal; hacia la zona del...